dilluns, 14 de març del 2011

Ghostgirl 3 - Lovesick - Capitulo 20




Capítulo XX.- Todas las fiestas del mañana

La soledad es una habitación abarrotada.
-Bryan Ferry


***
Amigo o enemigo.
Lo mejor de contar con un enemigo es que sabe en todo momento de qué lado está. No te puede sorprender con una puñalada trapera, porque sabes que has de permanecer siempre alerta. Es más, su antagonismo contribuye a hacerte más perspicaz, porque te impele a justificar tus acciones y opiniones, a veces incluso ante ti mismo. Si quieres compasión, búscate un amigo, pero si quieres sinceridad, un enemigo puede tornarse en el mejor amigo que hayas tenido jamás.
***
Scarlet y Eric seguían en IdentiTea, solos en la oscuridad, salvo por la vela que se consumía entre ambos.


—¿Qué te ha parecido? —preguntó Eric.


—Alucinante —dijo Scarlet tratando de recuperar el aliento.


—Deberíamos repetirlo. 


—No creo que pueda —confesó Scarlet, extenuada.


—Como quieras —continuó Eric—, siempre y cuando estés satisfecha.


—Lo estoy, y mucho.


—Entonces vamos a escuchar la grabación —sugirió Eric.


—Venga —accedió ella, algo nerviosa.


Apartó a un lado el micrófono, se levantó de un salto y dirigió sus pasos hasta la mesa de mezclas del café donde acostumbraba a grabar las actuaciones en vivo que ofrecía el local. Pulsó el botón de rebobinado, luego el Play y se pusieron a escuchar con detenimiento cada compás conforme la pista brotaba de los altavoces.


—Bueno, a esto sí que lo llamo yo una canción —Eric hizo una pausa para dar mayor efecto a sus palabras— dabuten. 


—¿En serio? —dijo Scarlet, incrédula—. No sé.


—Le has echado corazón — dijo Eric con admiración—. En cada palabra.


—Y tú el alma en cada nota.


Eric se limitó a sonreír. No sabía ella bien la razón que tenía.


Justo en ese momento, Charlotte, como llamada a escena, se presentó ante la puerta principal y procedió a asomarse al interior. Scarlet la vio y temió en silencio que la hubiese sorprendido en lo que a todas luces podía interpretarse como una posición comprometedora. Charlotte se aturulló al verlos juntos y huyó corriendo. Entonces, ella se giró para mirar a Eric otra vez, y reparó en que él también tenía cara de haber visto un fantasma. Sin embargo, él no podía haberla visto, pensó, ¿o sí?


—¿Qué te pasa? —preguntó Scarlet, su curiosidad tornándose de pronto en recelo.


—Nada —musitó Eric con timidez.


—¿Has visto a esa persona que estaba en la entrada?


—¿Qué chica?


—No he dicho que fuera una chica, Eric —dijo Scarlet.


Lo habían pescado. Scarlet rebobinó hasta el principio y repasó toda la relación con él hasta llegar a una única conclusión obvia.


—¿Hay algo que quieras contarme? —preguntó.


—¿A qué te refieres? —inquirió él a su vez.


Ella hizo una pausa, dando tiempo a que Eric diese un paso al frente y fuese sincero con ella.


—Estás muerto.


Por la expresión de su rostro, Eric no supo si ella de verdad tenía intención de matarlo o si, por el contrario, había descifrado toda la historia. No obstante, una parte de él se sintió aliviada y pensó que había llegado el momento de cantar la verdad.


—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó ella, mientras su voz adquiría, por
 momentos, un tono más y más furioso.


Eric permaneció mudo. Scarlet no insistió. Además, la verdadera culpable de toda aquella historia era Charlotte. ¿Cómo había sido capaz de ocultárselo? Y entonces Scarlet lo supo.


—La chica para la que escribiste la canción —dijo Scarlet—. Era Charlotte.


Todo empezaba a adquirir sentido.


—Te lo quería contar —dijo él.


—¿Y por qué no lo hiciste? —preguntó ella.


—No encontré el momento —dijo Eric, agarrándose a un clavo ardiendo—. Además, no tenía ni idea de que tú podrías verme.


—Sí, menudo don —dijo Scarlet con sarcasmo—. Pero, a todo esto, ¿qué haces aquí?


—Pues, la verdad, no lo sé —confesó Eric—, aunque me figuro que algo tiene que ver con ayudarte a solucionar algunas cosas por ti misma. Y a juzgar por lo que esta noche hemos hecho aquí, creo que puedo darme por satisfecho.


—Te agradezco lo de la canción —dijo Scarlet—, en serio, pero toda esta historia de ir en plan ángeles anónimos no ha hecho sino joderme aún más las cosas.


—No eres la única —aseguró Eric—. Todos estamos pagando un precio por estar aquí.


Scarlet no quería compadecerle, pero no lo pudo evitar. Por la expresión de su pálido rostro, era fácil adivinar el sacrificio que estaba haciendo.


—Hazme un favor —pidió Scarlet—. No le digas a Charlotte que estoy al tanto.


—Bueno, ni siquiera nos hablamos —dijo Eric—, así que tampoco es algo que vaya a costarme tanto.


—¿Es por mí? —preguntó Scarlet sintiéndose culpable.


Eric asintió con un gesto. Conociéndole, por breve que hubiese sido el tiempo que había pasado con él, Scarlet supo lo enamorada que debía estar Charlotte y cuán amenazada se debía de haber sentido por su relación con él. Debía de haberse sentido como si él la estuviese engañando emocionalmente, lo cual, tanto para Scarlet como sin dudad para Charlotte, era mucho peor que si hubiese sido algo físico.


—Entonces, lo de Darcy y Damen —continuó Scarlet en plan detective amateur—, ¿es para que me dé cuenta de mis propios errores?


—Entre otras cosas, sí —dijo Eric en tanto asentía con la cabeza.


—Si Charlotte no estuviese ya muerta, te juro que la mataba.


—Pues no te creas que no lo está pasando mal —dijo Eric—. Es probable que sea esa la razón de que haya venido. Para contártelo.


—La carta de Damen —dijo Scarlet, hablando para sí misma más que nada—. Sé que ella estaba allí cuando él la escribió. Le ayudó a poner sobre el papel todas esas cosas que yo necesitaba que me dijera.


Eric sonrió, impresionado de que Scarlet estuviese encajando las piezas.


Conforme se aplacaba su cólera, una extraña sensación se apoderó de Scarlet. Llevaba días cantando, riendo, hablando y peleándose con un chico muerto.


—¿A ti qué te pasó? —preguntó.


—Estaba en el escenario a punto de dar mi primer concierto en serio —comenzó él a contarle con pesar—. Iba a haber tormenta, pero tondo el mundo pensó que no duraría mucho.


—Y lo único que no duró… —dijo ella en tono lúgubre.


—… fui yo —concluyó Eric—. Me electrocuté cuando un rayo alcanzó el amplificador de mi guitarra.


—Lo siento —aseguró.


—No pasa nada, lo tengo superado —dijo él, aunque la expresión de su rostro denotaba más bien todo lo contrario.


—¿Así que nunca llegaste a tocar delante de una multitud?


—No.


—Veamos entonces qué podemos hacer para solucionarlo —dijo Scarlet extrayendo el USB de la mesa de mezclas y metiéndoselo en el bolsillo.






Darcy y las Wendys atravesaban la ciudad a toda prisa después de haber dedicado el día entero a hacer acopio de artículos de maquillaje, jabones, perfumes y lencería escandalosamente caros, y sin olvidar regarlo todo con una conversación estúpida, todo en nombre del Baile de Graduación.


—¿Con quién crees que irá Petula? —preguntó Wendy Anderson, sin saber muy bien si debía importarle o no.


—¿Es que te importa? —espetó Darcy desde su asiento, al volante del descapotable de Wendy.


—Ah, es verdad, no me importa —dijo Wendy Anderson desde el asiento del acompañante—. Por un momento lo había olvidado.


Wendy Thomas aprovechó la coyuntura para reírse como una histérica del golpe a la autoestima de su tocaya Wendy.


—Echa el asiento para delante —dijo Wendy Thomas a la vez que le daba una patada al respaldo y Wendy salía propulsada hacia el parabrisas—. Corro el riesgo de sufrir el síndrome de la clase turista aquí atrás.


—Pues la próxima vez siéntate tú delante —se quejó Wendy Anderson—. Yo no tengo la culpa de que nacieras con esas tibias tan endemoniadamente largas… y no es por ofender.


—Pues ofendes, Wendy.


Darcy hizo caso omiso de la cháchara de las Wendys y aminoró la marcha para otear las calles laterales.


—Mirad —dio, señalando con el dedo.


Era Petula, que, apoyada contra su coche, hablaba con alguien. Estaba tendiéndole unos trajes a un joven.


Darcy tocó el claxon.


—Rápido, pásame esa bolsa —le dijo a Wendy Anderson.


Wendy le pasó la bolsa y Darcy metió unas pastillas de jabón. Después, bajó la ventanilla y lanzó la bolsa contra Petula y el vagabundo.


—¡Oye, que son míos! —protestó Wendy Thomas—. ¡Eso que acabas de tirar eran jabones cien por cien naturales, procesados en frío y avalados por la Soil Association!


—Pues decláralo como donativo —espetó Darcy en tanto lanzaba la tarjeta de su asesor fiscal al asiento de atrás.


Wendy no era una entendida en donaciones, pero conocía la importancia de guardar todos los recibos. Echó un vistazo en la cartera y exhaló un suspiro de alivio cuando dio con el recibo correspondiente, pulcramente doblado.


Mientras las arpías de Hawthorne reanudaban la marcha y se alejaban a toda velocidad, Petula abrió la bolsa y vio las lujosas pastillas limpiadoras al igual que las cejas arqueadas de Tate.


—Oh, eran mis amigas —dijo, mirando de reojo el producto—. Les he pedido que pasaran a recogerme esto. Ya sabes, material de primera.


—No hace falta que las protejas —dijo Tate.


—Por supuesto que no, tienes toda la razón —dijo ella—. Nos han tirado una pastilla de jabón porque tú estás sucio… y porque ellas no son mis amigas. Ya no.


Decir la verdad hizo que se sintiera muy aliviada. Aliviada para poder ser ella misma y seguir adelante con lo que deseaba hacer, pensaran lo que pensasen los demás. Era liberador. CoCo se habría sentido muy orgullosa. Ella la había conducido hasta él, pero Petula era la que había hecho el trabajo duro.


—¿Te gustaría acompañarme al Baile de Graduación? —preguntó.


Él no contestó y, en su lugar, le plantó un beso en la mejilla. 


Esto la decepcionó, pero supo que ella le importaba.


—Todavía no me has contestado a la pregunta que te hice el otro día —dijo él—. ¿Qué haces aquí?


—Esta gente se estará muriendo de hambre y todo lo que quieras —dijo Petula, que no estaba muy iniciada que digamos en las sutilezas lingüísticas de los oprimidos—, pero todavía pueden ir hechos unos pinceles.


En un primer momento, Tate pensó que Petula era una ingenua incurable hasta decir basta. Pero entonces cayó en la cuenta de que ella había comprendido algo que la mayoría de los políticos, expertos y filántropos bienintencionados no entendían, y es que la autoestima es la mejor medicina contra la zozobra. Y ella los estaba ayudando de la única manera que sabía hacerlo. La prueba de ello estaba justo delante de él. Petula los arreglaba de arriba abajo e imprimía algo de belleza en sus vidas.


Tate le quitó la pastilla de jabón de las manos.


—Parece que voy a necesitar esto —dijo.


—¿Vas a acompañarme?


Después de haberla observado estampar sonrisas en caras y caras, noche tras noche, Tate aceptó de buena gana la invitación de Petula y estampó una sonrisa en la suya también.






Stylus irrumpió en el estudio justo cuando Damen estaba a punto de terminar su turno. Se le había asignado la larga y tediosa tarea de digitalizar las pistas de la colección de vinilos del archivo de la emisora. Tenía los párpados a media asta y olía como una mohosa mezcla de plástico y cartón húmedo. Incluso Charlotte, que no necesitaba dormir, se sentía exhausta con sólo mirarle.


—Dylan —gruñó el señor Stylus mientras le lanzaba un CD como si fuera un Frisbee—. Cógelo.


Su condición de atleta le vino de maravilla mientras atrapaba el disco en el aire y lo volteaba para leer los créditos. El título que aparecía escrito en el disco, con rotulador indeleble, decía así: «Adiós a tus besos/ Scarlet Kensington».


—Pensaba que había dicho que estaba descalificada —dijo Damen, sorprendido no sólo por la inclusión de la canción sino por su mera existencia.


—Es nueva —explicó Stylus con su voz matutina de barítono—. Ha entrado por los pelos. Es de tu novia, ¿verdad?


—Ex novia —aclaró Damen, mientras pensaba en lo poco que quedaba para que concluyese el concurso.


—Peor para ti y mejor para la canción —sentenció el director de la emisora de manera brusca—. Mientras tú no figures, puede entrar. Cárgala.


Una oleada de sentimientos encontrados invadió a Damen mientras observaba cómo el ordenador de la sala de control copiaba la pista del CD y la convertía en un archivo de música. Ella lo estaba haciendo sin contar con él, y no lo podía soportar. Abandonó el estudio mientras la canción se cargaba.




—IdentiTea —contestó Scarlet presa de los nervios, y algo esperanzada, cuando reparó en que la pantalla de identificación de llamadas del teléfono del café exhibía el número de abonado de la emisora de radio.


—¿Scarlet Kensington? —preguntó el interlocutor con voz sonora y retumbante.


—Sí, ¿quién es? —respondió en su característico tono de hastío, una vez estuvo claro que no era Damen.


—Stylus, el Hombre de las Mañanas de INDY-noventa-y-cinco —pregonó el jefe de la emisora—. Estamos en directo.


—No me diga —contestó sospechándose que tal vez se tratara de una broma, o lo que era peor, de una de esas llamadas de asesoramiento amoroso y sexual para adolescentes.


—Nos preguntábamos si ya habrías elegido sitio —dijo él.


—Sí, estás sentado sobre él.


—Muy buena esa —dijo él con una de esas voces afectadas que anuncian cosas por la radio—, pero no creo que pudiese encajar ahí una guitarra aunque con esta nueva dieta a base de fibras que acabo de empezar, ¡quién sabe!


Scarlet no había errado en su intuición, pensó. El tipo era tonto del culo.


—¿De qué va todo esto? —preguntó, tratando de mantener la compostura.


—Queremos saber dónde y cuándo tocarás tu canción en vivo —dijo—. Puedes elegir el local de la ciudad que prefieras.


—¿Cómo? —preguntó, a la vez que un rayo de esperanza hacía desvanecerse su mal humor.


—Es el premio por… LA CANCIÓN GANADORA.


Stylus puso en marcha la cinta de pasacalles y accionó los efectos de sonido de fuegos artificiales para anunciar la victoria a todos los oyentes. Scarlet, en lugar de mosquearse, estaba colorada de orgullo.


—¿Me estáis tomando el pelo? —preguntó, ahora ya con las mejillas ardiendo y completamente encarnadas.


—¿Qué pasa? —preguntó Eric, sospechando que se trataba de un degenerado que la llamaba para acosarla.


—Hemos ganado —dijo ella articulando las palabras, pues no quería importunar a su fiel clientela—. Tenemos que escoger un sitio en la ciudad para tocar nuestra canción.


—¿Vamos a tocarla delante de la gente? —preguntó Eric, atónito.


Para él era la realización del sueño de su vida y de su muerte; pero para ella constituía la oportunidad perfecta.


—¿Y bien? ¿Dónde y cuándo te gustaría tocar? —preguntó el interlocutor.


—Sólo sé el lugar —dijo Scarlet.








—Tú ganas —dijo Marianne echándose las manos a la cabeza en plena reunión del comité para el Baile de Graduación—. ¿Qué quieres que hagamos?


—Es algo a lo que llevo dándole vueltas hace mucho tiempo —empezó ella.


Scarlet explicó su idea y les dio instrucciones sobre lo que había de hacerse. Insistió en que todo debía llevarse a cabo bajo el más estricto de los secretos, porque si determinado trío, Damen o Charlotte se enteraban del asunto, sus planes podían irse al traste. Con todo el mundo de acuerdo y tan poco tiempo para llevar a cabo sus designios, los preparativos se pusieron en marcha de inmediato.


Aparte de estar obsesionada con todos los detalles de la noche, Scarlet se empleaba a fondo para dar con el vestido perfecto para la ocasión. Y aunque Damen estaba desaparecido, él también ocupaba la primera plana de su mente. Con todo, resultaba primordial mantenerle al margen, porque si él no sabía nada tampoco lo haría Charlotte.


Sin embargo, Scarlett no era la única que tenía un plan para el Baile de Graduación. Pam, Prue y Charlotte estaban muy ocupadas urdiendo algo mucho más siniestro: la muerte de Darcy. Habían decidido que el baile era el mejor lugar donde llevarlo a cabo, puesto que todo el mundo estaría distraído, y con suerte, y siempre que no hubiera contratiempos, la verdadera Darcy volvería a ocupar su cuerpo sin que nadie se enterase.


Charlotte sabía que no estaba en su mano prever las consecuencias, de modo que tendría que dejarlas en manos del destino. Estaba convencida de que Scarlet le retiraría la palabra para siempre, y con razón, pero su único deseo era que fuese feliz. Si para ello tenía que sacrificar su amistad, que ella valoraba por encima de todas las cosas entonces no tendría más remedio que hacerlo.


—¿Qué es lo que vamos a hacer exactamente? —preguntó Pam.


—Matarla —dijo Prue como quien no quiere la cosa—. Y punto.


—No me creo capaz de matar a nadie —dijo Pam—, y menos la noche del Baile de Graduación.






Petula pasaba a rápidos manotazos vestido tras vestido, buscando algo para ella esta vez, en Vestida para Matar. Se trataba de la última parada del día, en su nada fructuosa búsqueda de un vestido para el baile. En circunstancias normales, habría sido la primera en escogerlo dado lo especial de la ocasión, pero las cosas ya no eran como siempre.


Por sorprendente que parezca, Petula se lo estaba tomando con una serenidad espantosa, ahora que sus prioridades habían cambiado. Después de hurgar en todos los percheros sin hallar nada, levantó la vista hacia la caja y reparó en un precioso vestido de lentejuelas rojo que, ya empaquetado, colgaba de una percha. Lo miró con ojos codicioso. Mientras la alarma de la moda se disparaba en su cabeza, la campana de la puerta sonó dentro de la tienda, y ello lo interpretó como una buena señal.


Se acercó a la dependienta, tarjeta de crédito en mano y dispuesta a hacerlo suyo.


—Me lo quedo —dijo Petula, que todavía no se había acostumbrado a dar explicaciones.


—¿Cómo dice? —preguntó la dependienta—. ¿Se refiere a la oferta de empleo?


—El vestido —señaló Petula—. Está hecho para mí y para nadie más.


—No —sonó una voz en tono tajante a su espalda—, lo han hecho para mí.


Petula se giró y se encontró cara a cara con Darcy, tras lo cual volvió a deslizar la tarjeta de crédito en el interior de su cartera.


—¿Y tú crees que te va a caber el vestido con ese culo que tienes? —atacó—. Para cuando hayas conseguido embutirte en él, ya se habrá acabado el baile.


—Estoy segura de que a Damen lo único que le preocupa es lo rápido que salga —se carcajeó Darcy—. Ya te contaré.


Darcy lo dijo matando dos pájaros de un tiro. No sólo la insultaba a ella por su antigua relación con Damen, sino que de paso insultaba también a Scarlet.


—Me encanta su nuevo peinado —dijo la dependienta, tratando de defender a su clienta.


—¿Qué? ¿Una permanente casera? —espetó Petula.


El comentario desconcertó por un segundo a Darcy, que por acto reflejo se echó un vistazo en el espejo de la tienda. Entonces reparó en que la dependienta estaba riéndose con Petula, y volvió al ataque.


—Y dime, ¿qué haces aquí? —preguntó, pellizcando ropa a diestro y siniestro—. Si tú ya no compras ropa; sólo la donas.


—No sólo regalo cosas —insistió Petula volviéndose de nuevo hacia Darcy—. Soy una empresaria social.


—Yo diría que una leprosa social, más bien —Darcy reculó—. Pero oye, a lo mejor podrías aprovechar el baile para recaudar amigos, ¿qué te parece? Son días en los que la gente está más concienciada para ayudar a los menos afortunados, ¿verdad?


Petula echó a andar con aire amenazante hacia Darcy, que se quedó plantada en el sitio.


—Ahora tengo amigos de verdad —dijo Petula—. Además, tú no me has quitado nada. Yo he dejado que lo cogieras.


—Yo nunca le miro los dientes a una cara-caballo regalada —embistió Darcy a la vez que soltaba un relincho—. Me la quedo y punto.


—¿Y quién es la pedigüeña ahora? —saltó Petula con voz cortante.


—Siempre estás a tiempo de dejarlo —sugirió Darcy a la ligera, mientras echaba un vistazo al perchero que tenía ante sí, aunque sin perder de ojo a Petula—. Seguro que puedo convencer a las Wendys de que te dejen pulsar el Reset.


A Petula se le apareció la imagen de su futuro ante los ojos, el futuro que había conspirado y planeado para sí antes de este momento. Podía verlo todo con nitidez, salvo a ella misma. Ella ya no estaba allí.


—Las personas cambian —dijo sin más—. Ya no necesito una cámara de ecos.


—Eres una egomaníaca con complejo de culpabilidad, eso es lo que eres —sentenció Darcy, ahondando en su prospección en busca de la motivación de Petula—. Esto sólo tiene que ver contigo, y nada con lo de ayudar a esos perdedores del centro.


—Psicopalabrería de una psicoputa —dijo Petula con mucha calma—. Qué esclarecedor.


—Nada de lo que estás haciendo importa —prosiguió Darcy, que parecía un tanto frustrada—. Y en el proceso estás tirando a la basura ropa en perfecto estado.


—Parece que entiendes mucho de basura —Petula sonrió con dulzura.


—Aunque no tanto como tu pareja para el baile, por lo que cuentan —dijo Darcy, con una sonrisa de oreja a oreja, antes de volverse de nuevo hacia la dependienta, que ya se estaba metiendo debajo del mostrador a fin de evitar los efectos colaterales de un choque entre ambas—. Y ahora me llevaré mi vestido.


Petula observó impotente cómo Darcy tendía su tarjeta de crédito y luego firmaba el recibo.


—Creo que todavía les queda uno de color beige, en una talla más grande, que tal vez te pueda interesar —sugirió Darcy de camino a la puerta.


—Puedes intentar ser yo, vestir como yo, despojarme de mis esbirras, incluso —
graznó Petula—. Pero sólo hubo una como yo.


—Cierto —se pavoneó Darcy—. Yo soy la nueva tú.


Petula atravesó a Darcy con la mirada cuando ésta pasó de largo junto a ella, aunque no tanto con odio como en reconocimiento a lo que ella había sido y en lo que fácilmente podía convertirse de nuevo.


—Oye, Petula, estoy buscando un trabajo a tiempo parcial —ironizó Darcy—. ¿Podrías recomendarme algún contenedor libre?


—No —contestó Petula—, pero conozco a varias chicas del centro que buscan personal. Te va que ni pintado.


—Mientras esté guapa —dijo Darcy, toqueteando su vestido trofeo—, poco importa lo que haga.


—O a quién te hagas —apuntilló Petula.


—Adiós, comatosa —Darcy se echó a reír con desdén, balanceando el vestido de adelante atrás, como una zanahoria en un palo—. Ya te verás en mí.






Petula entró en su dormitorio. Estaba a oscuras, pero no se molestó en accionar el interruptor de la luz. Estaba sola y sin vestido. Llegaba el Baile de Graduación y no tenía nada que ponerse. Una cosa era perder su estatus en el instituto, otra muy diferente perderlo al por mayor.


Llorando, se fue a tientas hasta la cama e intentó dar con una idea creativa. Últimamente, se le daba bien vestir a los demás, pero ahora que le llegaba el turno a ella no le quedaba nada. Rodó sobre sí misma, hundió la cabeza en la almohada y, al hacerlo, notó algo. El edredón no era; se trataba de algo con mucho más cuerpo. Pesaba y pudo sentir su hermosura antes incluso de encender la luz.


—Santos Dolce y Gabbana —resolló, articulando lo más parecido a una exclamación religiosa de lo que era capaz, mientras se enjuagaba las lágrimas.


Allí estaba, tendido junto a ella, un vestido vintage de Chanel de chiffon rosa palo. Era fabuloso, de museo, una pieza a la que rendir culto en una gala organizada en su honor, o mejor incluso, a la que estudiar desde el exterior de una urna de cristal. En otras palabras, una prenda perfecta para ella.


Con suma delicadeza, Petula se introdujo dentro del vestido, paladeando cada detalla del material. Era la cobertura sin azúcar de su tarta de algarroba. Y no sólo el vestido era perfecto, también lo era el talle. Caminó sigilosa hasta el espejo y se miró en él, escrupulosamente. Ya se pueden ir preparando Darcy y las Wendys, pensó Petula para sí.


Ahora estaba vestida para la batalla.


—Dios existe —suspiró, con la certeza de que el suyo sería el vestido más maravilloso del baile.


—Pensé que te gustaría —dijo Scarlet sin más al pasar por delante de la puerta de Petula y sin asomarse siquiera al interior. 


Aunque Scarlet no fuera, ni mucho menos, el Dios que invocaba Petula, sí se convirtió en ese improbable salvador con sentido del estilo que ella justo necesitaba.

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