dilluns, 14 de març del 2011

Ghostgirl 3 - Lovesick - Capitulo 17




Capítulo XVII.- Las chicas guapas cavan las sepulturas


Siempre que me enamoro de alguien, se parece a quien yo desearía ser.
-John Cale


***
Examen final.
Tendemos a evaluar la vida y el amor del mismo modo: atendiendo a su duración. Para la mayoría, cuanto más largos mejor. Pero una vida breve puede causar un impacto tan grande como duradera puede ser la impresión que deja un romance pasajero. Al fin y al cabo, no es el tiempo que dedicamos sino cómo dedicamos nuestro tiempo lo que, en verdad, define nuestra historia.
***
Petula pensó que, quizá, una vez metida en faena le sobrevendrían la excitación y la euforia, pero por el momento no sentía nada por el estilo. CoCo había hecho cuanto estaba en su mano, revolviendo en los montones y montando preciosos conjuntos de tonos combinados a la perfección, para que Petula se topara con ellos. Un editor de cualquiera de las grandes revistas de moda habría entrado en combustión de forma espontánea nada más ver aquellos conjuntos, pero no impresionaron a Petula ni un ápice.


Por primera vez, no reparaba en tonos ni patrones. Se sentía como si ya nada importase. Su vida había llegado a su fin. De modo que podía ser que las Wendys tuviesen razón, al fin y al cabo; tal vez sí que estaba loca. Ahora sólo tenía ganas de hacerse con una caja de cartón y echarse una siesta en la cuneta.


Como los indigentes a los que, inexplicablemente, se había comprometido a servir, Petula era una marginada.


Repudiada. Todo cuanto se empeñara en ser se había esfumado, y a pesar de la flagrante paranoia que habían exhibido las Wendys y el afán conspirador de Darcy, la culpa era sólo suya. Una certeza harto penosa para Petula, sobre todo si se tenía en cuenta que, hasta ahora, las escasas ocasiones en las que se había mirado con ojo crítico fueron siempre con el único propósito de domar a algún que otro pelo volandero. Después de todo, tal y como estaba aprendiendo, era mucho más fácil echar la culpa que asumirla.


Al final, concluyó, la popularidad no era sino una condición transitoria; un virus que se contagia como el bicho de la gripe y afecta, sobre todo, a aquellos cuya flamante carga genética vuelve más susceptibles. La resistencia de cada cepa viene determinada por la inseguridad, la desesperación y el número de quienes desean contagiarse.


Se le ocurrió pensar que tal vez fuese aquella la razón de que el instituto sólo durase cuatro años, o hasta cinco, en su caso. Pasados estos años, no era sino cuestión de tiempo que la fatiga causada por la popularidad, e incluso la inmunidad a ésta, se propagase entre las masas. Toda esta filosofía y auto recriminación le estaba dando dolor de cabeza, y Petula no quería convertirlo en cosa de más de un día. Quería volver a su coche, irse a casa y rogar por recuperar su vida de antes. Pero había algo, o alguien, que no la dejaba.


A CoCo no es que le preocupase demasiado ayudar a los necesitados, o a Petula, por ir al caso. Sin embargo, sí que le importaba, y mucho, la ropa, y fue la primera en darse cuenta de que el derrocamiento de Petula no era más que una cortina de humo para Darcy. El verdadero objetivo de esta, dedujo CoCo, era desmoralizar a Petula hasta el punto de que renunciase para siempre a su segundo empleo como marcatendencias clandestina, abandonando a sí a los marginados a una existencia sin esperanza ni estilo. CoCo estaba, literalmente, proporcionando apoyo moral para evitar que eso sucediera. Dentro del rango de problemas globales, se trataba sin duda de un asunto harto menor, pero cualquier acentuación del índice de miseria debía ser atajada, o al menos así lo sentía CoCo. Aquél era, después de todo, el argumento que les había ofrecido Markov.


En un estado casi soporífero, Petula cogió unas cuantas prendas de caballero y se echó a la calle una vez más, con CoCo siguiéndola de cerca. Mientras las conducía a su deprimente destino, no dejó de lanzarse reproches a voz en grito, sacudiéndose emocionalmente. A Petula no le importaban los cambios, siempre y cuando fueran de índole cosmético. Lidiar con lo que fuera que llevase dentro había estado prohibido de forma tajante. Hasta hacía muy poco tiempo.


Petula aparcó en doble fila, agarró el saco de ropa y dirigió sus pasos hacia la chabola de uralita más próxima. Pero no por pereza. CoCo había visto algo, es más, había visto a alguien en aquel lugar que captó su atención durante el último par de visitas, y estaba decidida a guiar a Petula hasta allí. Conforme se aproximaban, Petula reparó en que algo se revolvía bajo la caja festoneada de desperdicios y escuchó un par de sonoros resoplidos. Si bien todavía restaba por ver si lo que se movía allí debajo era humano, Petula sintió que la invadía un insólito sosiego. Se sentía protegida.


—¿Hola? —llamó.


No obtuvo respuesta.


—¡Eh! —gritó Petula en tanto le daba una patada a la caja y exigía un poco de generosidad.


—¿Qué quieres? —preguntó el montón con vez rezongona.


Se trataba de una voz de hombre, de eso no cabía duda.


—Vaya, esta sí que es buena; lo mismo llevo preguntándome yo una y otra vez desde hace meses —dijo ella—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué es lo que quieres?


El indigente empezó a emerger de su capullo de ropa de beneficencia.


—Quiero que me dejen en paz —murmuró retirándose el pedazo de tergal con el que se protegía la cabeza del frío—. Y no verme arrastrado a tu monólogo interior.


Conforme iban cayendo las prendas que ocultaban su rostro, sus ojos se encontraron con los de Petula. Eran de un azul cristalino y Petula no pudo resistirse a nadar en ellos.


—Eres… —empezó— joven.


—No hay requisito de edad para ser indigente, que yo sepa —dijo él.


Presentaba un aspecto sucio como de película en vez de mugriento, observó Petula, como si algún ayudante de maquillaje, y no tanto una vida de adversidades, lo hubiese cubierto de polvo. CoCo, apostada a su lado, contemplaba la escena con orgullo a la vez que una expresión de realización aparecía en su rostro.


—¿Qué haces aquí? —preguntó—. No parece que este sea tu sitio.


—Lo mismo te digo —contestó él.


En el fondo, ella no tenía una respuesta que darle, de modo que tampoco obtuvo una de él.


—Debemos de ser de la misma edad —dijo ella.


—Sí, eso tenemos en común —dijo él.


—Estoy segura de que tenemos algo más que eso en común.


—No me digas, ¿cómo qué?


—A los dos nos preocupa la ropa —dijo ella a bote pronto—. Yo me preocupo de tener siempre las prendas más cotizadas de las últimas tendencias, y tú, bueno, tú te preocupas de tener… algo que ponerte.


—Bueno, supongo que sí que es algo —dijo él con una leve sonrisa.


—Oye, qué dientes más blancos —dijo ella, apabullada por su rutilante sonrisa—. O sea, de un blanco profesional.


El tipo pareció no poco abrumado por el cumplido.


Una de la cosas que más le costaba a Petula asimilar de los sin techo era la total falta de higiene bucal, y no había nada que ella detestase más que los dientes mantecosos. Hasta llevaba una bolsita de plástico repleta de tiras blanqueadoras y cepillos de dientes de viaje en el bolso para ayudarlos a combatir las pastosas capas de sarro.


—Toma, esto es para ti —dijo Petula mirándole de arriba abajo a la vez que le tendía las chaquetas, camisas y pantalones de traje que había sustraído del armario de la habitación de invitados—. Creo que te irán bien.


Petula no sólo lo creía; lo sabía. Era una experta a la hora de evaluar complexiones corporales.


—Gracias —dijo él con timidez, como si estuviera aceptando algo que no se merecía—. Ya ahora, si me disculpas.


Justo cuando empezaba a marcharse renqueando, ella lo llamó.


—Yo soy Petula, por cierto —dijo frunciendo los labios mientras se enfundaba un guante de látex a toda prisa y le tendía la mano a modo de saludo.


—Tate —dijo él, que la agarró del antebrazo y apretó bien fuerte—. Encantado de conocerte.


Petula observó que en realidad no tenía ninguna lesión. Estaba simulando la cojera. Lo sabía porque ella misma había «sufrido» algún que otro ataque ocasional de síndrome de pata-coja-de-mendigo cada vez que salía del coche en una plaza reservada para discapacitados en el centro comercial. Entre la falsa cojera y los dientes blancos como perlas, Petula pensó que allí había algo que no concordaba del todo.


Mientras los observaba intercambiar torpes despedidas y Petula iniciaba el camino de vuelta al coche, CoCo sufrió un sobresalto cuando el teléfono público, que estaba a su espalda, empezó a sonar. Echó un vistazo a su alrededor para comprobar si alguien más lo había oído, pero reparó al instante en el adhesivo con la inscripción «fuera de servicio» pegado al dial. Entonces concluyó que la llamada sólo podía ser para ella. CoCo, la sempiterna friki del aseo y la limpieza, se mostró reacia a tocar el aparato e, instintivamente, recurrió al puño de la camisa para cubrirse la mano mientras levantaba el auricular. Era una criatura de costumbres y la muerte no había cambiado tanto las cosas para ella.


—Showroom, dígame —contestó muy decidida.


—CoCo, soy Gary.


—Estoy bastante ocupada en este momento, cariño —dijo CoCo muy acelerada—. ¿Te importa que te llame luego?


—Te requieren en la oficina —informó él.


—¿Y qué pasa con Petula? —empezó a preguntar CoCo.


Un clic en su oído señaló el final de la conexión y de la conversación. CoCo contempló frustrada cómo Petula se dirigía hasta su coche, arrancaba a toda velocidad y desaparecía poco a poco de vista.




Charlotte buscaba una salida, literalmente. Dirigió sus pasos hacia Hawthorne y la oficina de bienvenida mientras Pam y Prue le seguían de cerca algo inquietas. La última vez que había estado allí fue para salvar a Petula. En esta ocasión, pensaba Charlotte, era para salvarse a sí misma.


—Me vuelvo —dijo mientras asía el picaporte de la puerta de la oficina.


—¿Cómo que te vuelves? —preguntó Pam a la vez que usaba el pie como tope de puerta.


—No puedes volver hasta que te llamen —añadió Prue.


—Las cosas no hacen más que ir de mal en peor —dijo Charlotte—. No sirve de nada quedarse.


—Pero por eso estamos aquí —la reprendió Pam—. Para mejorar las cosas.


—No hacemos más que empeorar la situación —se quejó Charlotte—. ¡La de los vivos y la nuestra! A lo mejor hemos fallado.


Pam y Prue se abstuvieron de responder. También ellas lo habían pensado, pero no estaban del todo dispuestas a admitirlo.


—Piensa un poco en los demás —espetó Prue por fin—. Que lo tuyo con Eric pueda no funcionar no significa que todo lo demás se vaya a ir a pique también.


La crítica enfureció a Charlotte no sólo porque estaba enfadada con sus amigas, también porque algo de razón sí que tenían. Hawthorne siempre sacaba su lado más pesimista, y este nuevo regreso no era una excepción.


—No es sólo por lo mío con Eric —dijo Charlotte—. Todo el mundo se siente solo y desdichado, salvo las Wendys, cómo no.


—¿Y qué se supone que significa eso? —preguntó Pam.


—Significa que las dos personas que menos se merecen ser felices están logrando cuanto siempre han deseado —refunfuñó Charlotte—. Buen trabajo.


—No estás siendo justa, Charlotte —dijo Pam—. Hacemos lo que podemos.


—Mientras estemos aquí, vamos a tener trabajo que hacer —dijo Prue, frustrada—. Ponte las pilas.


—Ya, vale —dijo Charlotte asiendo el picaporte—. Aparta.


Pam se hizo a un lado y la puerta se abrió. Estaba igual que el primer día que aterrizó allí. Fría y vacía. Se acercó al mostrador y cogió un número. Allí estaba la misma secretaria, la que no levantaba la vista, sentada a su mesa y vestida para la funeraria, con aquella blusa de encaje de cuello alto tan apropiada para el ataúd, que Charlotte no se habría puesto ni viva ni muerta.


—Siéntate hasta que te llame —dijo ella.


Charlotte tuvo la tentación de saludarla, pero no parecía que la secretaria la hubiese reconocido. Cosa nada de extrañar, pensó Charlotte, dada la cantidad de almas que procesaba.


—No podemos permitir que hagas esto —protestó Pam—. No es lo correcto.


—Para mí sí —insistió Charlotte.


El trío prosiguió con su discusión mientras se dirigían al banco, sin percatarse de que en la sala había alguien más. Una chica, muy nerviosa y hecha un ovillo en un rincón.


—En serio, tendrían que tomar medidas y cambiar la música de este sitio —dijo Pam, tratando de romper el hielo con un tema trivial.


La chica no levantó la vista. Estaba demasiado asustada. Aquella era una situación con la que sí que podían sentirse identificadas, de modo que dejaron a un lado sus diferencias por un momento para echar un cable a la recién llegada. Todo parecía indicar que llevaba allí un buen rato, aunque ni la habían llamado por megafonía, ni le había sido asignada una relaciones públicas para acompañarla al aula de Muertología. Parecía desorientada y bastante fuera de lugar.


—Hola. Soy Charlotte —dijo en voz baja mientras se dirigía hacia ella—. Estas son Prue y Pam.


—¿Sabes dónde estás? —preguntó Prue.


—¿Ha venido alguien a por ti? —siguió indagando Pam.


La chica sacudió la cabeza para decir «no», en silencio.


—¿Cómo te llamas? —preguntó Charlotte con dulzura.


La chica levantó la vista hacia ellas, muy despacio. El suyo era un rostro conocido. Prue y Pam se quedaron boquiabiertas. Charlotte, también. Y puede que por primera vez desde que se conocían, las tres permanecieron mudas de asombro.


—Yo soy Darcy —contestó.






Pam, Prue y Charlotte se excusaron a toda prisa y salieron de la oficina.


—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó Prue, frustrada.


—Si esa es Darcy —continuó Pam—, entonces, ¿quién es la que anda por ahí con las Wendys?


Las tres estaban pensando lo mismo, pero ninguna quería ser la primera en nombrarlo.


—¿Y qué vamos a hacer? —continuó Prue.


—¿Qué podemos hacer? —respondió Pam.


Antes de que Charlotte pudiera contestar, aparecieron las nuevas alumnas de Muertología, que se encaminaron hacia ellas. Charlotte hizo callar a Pam y Prue y con un gesto les indicó que proseguirían con la conversación más tarde. Les chocó lo jóvenes e ingenuas que parecían las chicas nuevas y se dieron cuenta de que la misma impresión debían de haber ofrecido ellas en su momento. Resultaba curioso, y también un poco triste, lo mucho que un poco de sabiduría y experiencia podían cambiarle a uno.


—Hola, Charlotte —la saludó Mercury Mary desde lejos—. ¿Te acuerdas de nosotras?


—Pues claro que sí, Mary —dijo Charlotte—. Éstas son mis amigas Pam y Prue. Señoras, os presento a Mercury Mary, Toxic Shock Sally y Scared to Beth.


Cumplidos los prolegómenos, a Charlotte se le ocurrió una idea.


—Escuchad, chicas —comenzó—, ¿os importaría hacernos un favor?


—No es nada peligroso, ¿verdad? —preguntó Scared to Beth.


—Qué va.


—Bueno, vale —aceptó Sally sofocando sus temblores por el momento.




—Ahí sentada en la oficina está una chica que se llama Darcy —dijo Charlotte—. Se siente un poco sola. ¿Podríais quedaros con ella un ratito?


Pam y Prue captaron la idea al instante.


—Quizá podríais averiguar algo más sobre ella —añadió Pam—. Ya sabéis, cómo ha llegado hasta aquí y esas cosas.


—Eso está hecho —dijo Mary con arrojo, encantada de poder ayudar.


Mary, Sally y Beth entraron en la oficina y cerraron la puerta tras ellas, permitiendo así que Pam, Prue y Charlotte pudieran reanudar su conversación.


—Se me ocurre una idea —susurró Charlotte.


—Ay, ay, ay —se burló Pam.


Le preocupaba que Charlotte estuviese a un paso de transformarse de sobrenatural en superdetective.


—Si queremos que las cosas se arreglen —explicó Charlotte—, Darcy tiene que desaparecer de escena.


—Pero para eso… —apuntó Pam.


—Darcy debe morir—dijo Charlotte.

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