dilluns, 28 de febrer del 2011

Ghostgirl 3 - Lovesick - Capitulo 1


Antes de poder descansar en paz, Charlotte Usher debe regresar al trágico lugar de su muerte: el instituto. Una vez allí, su misión es ayudar a un adolescente que le designaron a que resuelva un problema personal a tiempo para el importantísimo baile de fin de curso. Pero nadie le explicó lo que pasa si te enamoras de tu proyecto de clase. Charlotte moriría (otra vez) por amor, pero enfrentarse otra vez a la demasiado familiar invisibilidad tal vez sea demasiado para tragar.


Capítulo I: Toco Rosas

Y dejé atrás un millón de lágrimas
mi dama de los Pesares Varios
implorados algunos, prestados otros, robados otros
reservados otros para mañana.
-Nick Cuve


 ***
Hay quienes viven cada día como si del último día de su vida se tratase. Los hay que contemplan el amor de modo similar, en un intento desesperado por eludir aquellos cambios, sean estos ínfimos o bien descomunales, que en todo momento se ciernen sobre cada uno de nuestros horizontes. Pero el sentimiento de apremio que surge de nuestro deseo de experimentar la vida y el amor al máximo puede precipitar la toma de determinadas decisiones, que no siempre resultan las más idóneas para quien las toma, ni para aquellos a quienes afectan, todo hay que decirlo. Es más, en ocasiones, enfrentarse a las consecuencias de las elecciones de cada uno puede resultar fatal, más incluso que la muerte. Tal vez sólo se viva una vez, pero no siempre tiene uno por qué desear sentir esa vida como eterna.
***

Scarlet Kensington sabía muy bien lo que la aguardaba cuando franqueó la entrada de Hawthorne High y se vio embargada, de pronto, por un aroma floral nauseabundo y dulzón: el mismo que solo se percibe en la habitación de un hospital o en el tanatorio.

—San Valentín —suspiró, en parte de alivio, en parte de temor.

Conforme se dirigía a la taquilla, no pudo zafarse de la fragancia lacrimógena que emanaba de las mesas de la cafetería, devenidas ahora en tenderetes de flores apostados cual garitas militares en cada pasillo, en cada rincón, en cada resquicio.

Los alumnos vendían «amor» por ramos. El hecho de que la finalidad de todo aquel montaje fuese la recaudación de fondos era lo único que hacía algo más pasable tanto mercadeo.

Ellas guardaban cola y compraban la rosas blancas para regalar a sus amigas, y ellos se hacían con las de color rosa, más que nada a fin de no exponerse demasiado ante sus destinatarias, o mejor dicho, ante sus «colegas». Las de este color venían a ser para ellos poco más o menos que un sustituto de las acostumbradas y rancias rosas rojas. Exceptuándose, claro está, el ramillete de chicos chapados a la antigua y matriculados en la rama de empresariales, porque a decir verdad las rosas rojas parecían ya ligadas de forma indisoluble a los anillos de graduación y broches de pedida.

Antes que una festividad, San Valentín se había convertido en algo así como otra temporada más, y, al igual que Navidad o Halloween, parecía adelantarse más y más con cada año que pasaba. Hasta ahora, Scarlet había optado por ignorar la celebración, que consideraba una más de las irritantes y exacerbadas engañifas del marketing. Ni ella ni su novio, Damen, necesitaban un día señalado para declararse su amor e intercambiar tarjetas o cualquier cursilería, al menos eso había pensado ella siempre.

Con todo, sus enconados sentimientos hacia la celebración eran ahora más tenues. Incluso el aroma a flores baratas le resultaba algo menos ofensivo este año. Se trataba de una costumbre adorable, después de todo, y muy a su pesar había acabado por reconocerle cierto mérito. Hasta se sentía dolida, aunque poco, todo hay que decirlo, por el hecho de que Damen no tuviese intención de abandonar la universidad para pasar unos días con ella, pero este año Scarlet tenía otra razón para participar en aquella celebración del amor.

Fuere como fuere, tras un largo día saturado de chicas que gritaban de emoción, se abrazaban a sus amigas con ataques de risa tonta, o se encerraban a llorar en el aseo, Scarlet estaba dispuesta a afrontar la última clase de la jornada. Embutió sus cosas en la taquilla y sacó el libro de texto de Anatomía en el mismo momento en que sonaba el timbre. Se dirigió al aula, y, comoquiera que sus compañeros andaban histéricos comprando rosas, fue una de las primeras en llegar. En el laboratorio, el perfume a flores sumado al del formaldehido resultaba poco menos que nauseabundo.

Su profesora, la señora Blanch, estaba sacando gatos muertos mojados del interior de unas bolsas de plástico, de ahí el tufillo a día de San Valentín diseccionado. La propia señora Blanch poseía un aire gatuno, con su perfilador de ojos negro, cara estirada y cardado de pelo entrecano. Algo así como esas personas que acaban pareciéndose a sus perros, le dio por pensar a Scarlet. Los profesores de ciencias a veces guardan cierto parecido con sus experimentos.
Mientras daba comienzo la clase y contemplaba aquellas piedras lustrosas por el conservante y las largas y temerosas incisiones en los felinos, Scarlet no pudo evitar pensar cuán muertos estaban aquellos gatos en realidad, y de qué modo, no obstante, seguían estando allí. Presentes. No es que la disección le resultase un ejercicio desagradable ni particularmente asqueroso, pero sí que se le antojaba indigno, tanto más si se tenía en cuenta la pandilla de cirujanos de pacotilla que en esos momentos se disponía a intervenir. ¿Cómo olvidar aquella ocasión en la que expulsaron a Freddy Krunkle del instituto por comerse el riñón de un gatito muerto a fin de ganar una apuesta? Para que luego hablen de la educación superior. Y de los gatos muertos.

La sección de trombones de la banda del instituto ensayaba en el exterior el Lose Yourself in Me de My Bloody Valentine, proporcionando a Scarlet las dosis de distracción e inspiración suficientes para ignorar a los jóvenes veterinarios universitarios y sentarse junto a la ventana garabateando la letra de la canción en el cuaderno. Fingió que examinaba las entrañas del gato, hurgando en ellas como lo haría con un plato de coles de bruselas, cada vez que la señora Blanch miraba en su dirección, para acto seguido regresar a su cuaderno y anotar, no tanto observaciones científicas, sino versos más bien. Sonó el timbre y fue la primera en salir y la primera en apostarse ante la mesa repleta de flores que había a la salida del aula.

Se detuvo y dedicó unos instantes a contemplar los desmañados ramos y ramilletes hasta que sus ojos toparon con una despampanante corona de rosas granates con forma de corazón que estaba colgada detrás de las vendedoras.

—¿Qué tal, Marianne? —saludó Scarlet a la chica encargada de la mesa.

—Hola, Scarlet —sonrió Marianne muy afable—. ¿Te puedo ayudar en algo?

Marianne Srtickland era la recaudadora de fondos número uno de la banda de Hawthorne y, como tal, toda una experta en verborrea comercial chispeante y superficial. De hecho, se la veía más a menudo cargando con cajas de chucherías que con su instrumento a cuestas. Por eso a Scarlet no le sorprendió lo más mínimo encontrársela vendiendo flores a diestro y siniestro a fin de poder adquirir las tan necesitadas llaves de desagüe para la sección de metales. Se tomaba sus responsabilidades muy en serio, y Scarlet admiraba su dedicación.

Antes de que Scarlet pudiera pronunciar palabra. Lisa McDaniel, elegida por unanimidad la alumna más chistosa de último curso, apareció de pronto de debajo de la mesa. Lisa sacaba a Scarlet de sus casillas porque era una pesada y, como ella decía, tenía la misma gracia que el anuario del instituto. O sea, más bien poca.

—Compre mis plantas, por favor —bromeó Lisa, con un atuendo tan anticuado y desaseado como su mercancía y un aliento que apestaba a ensalada de huevo duro.

Scarlet sintió la tentación de sisear un redoble de tambor a la más pura tradición circense para rematar tan patético chiste, pero logró contenerse y se limitó a no hacerle caso.

—Me encanta esta corona —dijo Scarlet, precavida—. ¿Cuánto cuesta?

La corona estaba compuesta por rosas Ingrid Bergman, sus favoritas. Aromáticos híbridos de color rojo oscuro, cuyo capullo era casi negro. Adoraba el matiz morado que adquirían con el paso del tiempo y, sobre todo, lo mucho que aguantaban una vez cortadas. Eran tan hermosas e imperecederas como su homónima. Scarlet se sintió como lo haría el conservador de un museo que se topase con un broche antiguo de valor incalculable en un mercadillo local. Estaba convencida de que esas floristas no tenían ni idea de cuán especiales sus flores.

—Preparamos esa corona para promocionar las ventas —espetó Marianne con suma gravedad, a la vez que la inminencia de la transacción borraba de su rostro cualquier rastro de alborozo—. La hicimos bien grande y elaborada para poder venderla a un precio elevado si se presentaba la oportunidad.

—Yo sólo llevo treinta dólares encima —dijo Scarlet.

—Pues habíamos pensado en unos cuarenta, la verdad —dijo Marianne involucrando a Lisa en la negociación, aunque era evidente que Lisa no estaba al tanto.

—¿Podría traerte mañana el resto del dinero?

Si bien su popularidad había adquirido, sin ella quererlo, proporciones inconmensurables y se encontraba a años luz del mas guay del instituto, Scarlet ya sabía cuál iba a ser la respuesta de Marianne.

—Mira, Scarlet, si te fío a ti —explicó Marianne, juiciosa—, entonces tendría que fiar a todo el mundo y, la verdad, no puedo pasarme todo el día persiguiendo a la gente para que me pague.

—¡Yo te cubro, Scarlet! —exclamó Lisa McDaniel con una risa histérica a la vez que depositaba diez dólares sobre el mostrador.

—Gracias, Lisa —dijo Scarlet con genuina sorpresa.

Scarlet le tendió el resto del dinero a Marianne y se echó la corona al hombro a modo de bandolera. Para tratarse de una corona elaborada por una banda de música, era preciosa. Debía de haber un centenar de rosas dispuestas muy juntas en forma de frondoso e infinito corazón. En cualquier otro sitio, una corona semejante le habría salido por setenta y cinco pavos, y eso tirando por lo bajo.

—¿Qué?¿Para Damen? —preguntó Lisa tímidamente esperando algún chisme a cambio del préstamo.

Scarlet miró a las chicas, sonrió con complicidad y se alejó hacia su taquilla, donde recogió un par de cosas antes de encaminarse hacia la salida. Las flores eran para el día de San Valentín, aunque no para Damen.

El invierno poco más o menos que había agotado su curso, si bien no del todo. Apenas si se advertían señales evidentes de un cambio de estación, y desde luego ninguna que pudiese percibirse a simple vista o resultase obvia, la hierba, los árboles o las flores no exhibían brote alguno. La tierra todavía estaba blanda y resbaladiza a causa de las últimas lluvias; el aire, húmedo y frío, y el cielo de mediados de febrero, nublado y gris.

La brisa era fría al contacto con la piel, pero por fortuna iba ataviada para la ocasión. Mientras cruzaba la ciudad, corona de flores al hombro, Scarlet iba muy compuesta, enfundada de arriba abajo en un chal de lana escocesa color violeta y negro. Y muy bien que le venía; el viento siempre arreciaba en el cementerio.

Se aproximó a la enorme verja negra de hierro forjado que se levantaba casi a las afueras de la ciudad y que exhibía, a cada lado, las letras griegas alfa y omega. Estaba un poco entreabierta, lo justo para brindar paso a una persona y, cuando la franqueó, la negra silueta de Scarlet casi se fundió con la rejería. Luego prosiguió por el camino de tierra, chapoteando aquí y allá en los pequeños charcos de agua de lluvia.

Lo primero que llamó su atención fue que estaba allí sola, exceptuando al guarda, y aquello la afectó más de lo que cabía esperar. Teniendo en cuenta la climatología, y el hecho de que la hora de visitas ya casi había concluido, tampoco era de extrañar, pero la repentina sensación de soledad resultaba del todo notable.

Existen dos clases de personas, pensó Scarlet al instante: las que visitan sepulturas, como ella, y las que no. Y no es que tuviese nada en contra de quienes no lo hacían. Por norma general, éstas solían tener muy buenas razones para no hacerlo, razones casi todas ellas relacionadas siempre con el deseo de recordar a la persona tal y como era en vida. O eso era, al menos, lo que alegaban, aunque las más de las veces se debían a lo inconveniente de la excursión.

Aficionados a los álbumes de recortes, así los llamaba ella, que preferían ojear fotografías de los difuntos en casa y recordar otros tiempos, en lugar de darse un paseo hasta el camposanto. De costumbre, eran los mismos que por Navidad enviaban interminables mensajes impresos por ordenador insertos en felicitaciones caseras. Gente, en apariencia, harto sentimental que, sin embargo, no era más hipócrita, al menos eso opinaba Scarlet. Sólo lo hacían por llamar la atención.

Si bien también estaba la más obvia y, a menudo, innombrable de las razones: el miedo. Miedo a las hileras e hileras de cadáveres dispuestos en esmerado orden y los montones de tierra suelta que los cubrían. Y, en última instancia, miedo a la ineludible verdad: el cementerio representaba la fragilidad y mortalidad de uno mismo. Al final, sólo pensaban en sí mismos, opinaba Scarlet, y no en aquella pobre alma que ahora descansaba para siempre. Aunque, bien pensado, ¿no se reducía todo a uno mismo al fin y al cabo?

Mientras avanzaba entre las hileras de mármol, sus pies atascándose ligeramente en el barro, podía divisar, no mucho más allá, al otro extremo del cementerio, un claro o, al menos, una parcela de terreno algo menos abarrotada. Scarlet dirigió sus pasos hacia allí, abandonando el sendero y acortando camino entre las tumbas, mientras acariciaba cada lápida que dejaba atrás, a modo de disculpa.

Conforme su sombra, ahora más voluminosa y alargada por efecto del sol poniente, se proyectaba sobre las tumbas, Scarlet reparó en el contorno, negro como la tinta, de su falda acampanada y de su capa aleteando al viento. Su pelo corto de antaño, con flequillo asimétrico cortado a cuchilla, era ahora una melena muy al estilo Bettie Page. Se veía a sí misma tan esbelta, tan adulta.
Llevaba sus Wellies vintage con un fastuosi vestido de tul de un verde azulado humo que había conseguido en la tienda de segunda mano de la localidad. Scarlet lo había adaptado más a su estilo combinándolo con un cinturón de cuero ancho de caballero. Seguía siendo una modernilla de pies a cabeza, como salida de una revista, eso decían sus compañeros entre susurros; pero ella sabía que ya no era la misma, que había cambiado por completo. Habían desaparecido para siempre los leggins con rotos estratégicos, la falda andrajosa, las capas y capas de camisetas y el llamativo carmín rojo mate que en otra época definieran su estilo. Todos desaparecidos. Desaparecidos con su ira y su cinismo. Desaparecidos al igual que Charlotte.

La transformación se había producido de forma paulatina, casi imperceptible, igual que la que sufre el cuerpo al incorporar unos quilos de más durante el primer año de universidad. Era como si su armario se hubiese declarado la guerra a sí mismo, y las prendas más viejas y atrevidas hubiesen perdido terreno a favor de las de corte más clásico. Un cambio de estilo genuino; las Karen O contra las Jackie O. Scarlet no tomó partido en aquella guerra de armario, pero Damen parecía haberse decantado por Jackie O desde el primer momento. Muy a su pesar, tenía que reconocer que esta clase de respaldo y aprobación positivos por parte de él habían empezado a influir mucho en ella desde hacía algún tiempo. Desde que su hermana Petula estuvo a punto de morir como consecuencia del coma inducido por su pedicura y la aventura que la propia Scarlet corrió en el otro lado, esta última había aprendido a valorar a quiénes la rodeaban. Incluso a su hermana mayor. Y todo cuanto ellos consideraban de importancia para ella.

Scarlet aminoró el paso al aproximarse a la lápida de mármol blanco que descansaba, solitaria, unos metros más adelante. A diferencia de otras lápidas del cementerio, ésta no había perdido aún su lustre. La alivió hallarla en tan buen estado, pues no había vuelto a verla desde antes de las vacaciones. Lo cierto era que, hasta hacía muy poco tiempo, Scarlet había pertenecido a ese grupo de personas que eluden visitar las tumbas. Hasta que dedicó el otoño entero a reunir fondos para aquella lapida para Charlotte.

Ésta era más hermosa, si cabe, que cuando la encargó, pensó, y se acuclilló para pasar la mano sobre el nombre grabado de Charlotte y su epitafio. Se enderezó de nuevo para quedarse mirando, de hito en hito, el retrato esculpido que había encargado disponer sobre la lápida. Se trataba de una imagen etérea de Charlotte que la propia Scarlet había diseñado: en los ojos una mirada meditabunda, en los labios una tímida sonrisa, la melena larga y suelta.
Era de justicia, pensó, que se honrara la memoria de Charlotte de ese modo. Las fotografías del vestíbulo del instituto y del anuario, tributos escolares de obstinados profesores cazafantasmas, no eran lo bastante imperecederos para conmemorar a Charlotte, recordó Scarlet haber pensado por aquel entonces. Era lo mínimo que podía hacer, puesto que Charlotte no había tenido jamás un funeral propiamente dicho, dado a su precaria, o inexistente, situación familiar.

Aquello había enorgullecido a Damen, y Scarlet llegó incluso a cosechar un apoyo insospechado de entre el alumnado, en su mayoría compañeros que no habían reconocido a Charlotte de tropezarse con ella. Hasta Petula colaboró con un pequeño donativo, gesto nada propio de ella y, sin embargo, muy apreciado, dada a su extraordinaria popularidad. Las Wendys, las falsas amigas lameculos de su hermana, fueron las últimas en contribuir, y lo hicieron con una única donación en nombre de las dos, cosa detestable y que las hacía honor a un tiempo. Scarlet se figuraba que temerosas de que las rondase el fantasma, habían arrimado el hombro a modo de inversión para asegurarse tranquilidad de espíritu.

Scarlet permaneció un buen rato estudiando la estatua mientras trataba de determinar hasta qué punto se parecía a Charlotte.

Con delicadeza y parsimonia, recorrió con su mano las talladas curvas de la mejilla de Charlotte, su frente, su nariz, sus labios, rasgos que conocía tan bien como la palma de su mano. Se preguntó qué le habría parecido el tributo a Charlotte.

La vida de Charlotte había sido breve en extremo, e iba a echar de menos todos esos cambios que, ya sea para bien o para mal, llevan implícitas la madurez y la edad. Y por primera vez desde que visitara a Charlotte en el campus de becarios de la otra vida se le ocurrió que tal vez éste fuera ya el único lugar en el que volvería a verla.

Aquel lugar eran tan bueno como cualquier otro para dejarle a Charlotte, buen, correspondencia, pensó Scarlet, a la vez que sacaba de su bolso un sobre apaisado blanco, cerrado y húmedo. El sello resultaba a todas luces innecesario. Estaba convencida de que allí donde se encontraba Charlotte no llegaba el reparto de Correos. Por lo tanto, introdujo el sobre en una bolsa de plástico y a continuación ató esta fuertemente a uno de los espinosos tallos de rosa. Bastaría así.

Alzó el arreglo floral en forma de corazón, enmarcando a Charlotte con cariño en el centro, acomodó la corona con delicadeza en torno a su cuello de cisne y dio un paso atrás para admirar la belleza de ambas. Luego se arrodilló, como para rezar, pero en su lugar apoyó la mano en el suelo, dejando su huella impresa en la tierra empapada.

—Espero que estés bien —dijo con un sincero susurro antes de levantarse y alejarse con paso lento y pesado.

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